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Recomendaciones para el Abordaje de una Política de Género en el Poder Judicial Chileno

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 MUJER Y TRABAJO*
 Patricia Fuenzalida Martínez[1]

Como cuestión previa, quisiéramos renovar nuestro compromiso con esta necesaria reivindicación de los derechos de las mujeres, quienes, lamentablemente y pese al tiempo que ha transcurrido desde que, gracias a quienes nos antecedieron en esta lucha, hemos podido acceder a derechos como el voto y la educación superior, aún seguimos necesitando de un día al año para recordarle al mundo que no somos ciudadanas de segunda clase, que no merecemos ni queremos estar subordinadas a ningún otro género, y que nuestra valía no se define por la valía del hombre que pueda acompañar nuestro tránsito por el mundo, ni por la cantidad de hijos que podamos traer al mundo o por sus méritos.

En cuanto al tema que nos convoca, dado el lugar que nos alberga en esta conmemoración y la historia de aquella, no podría menos que hablar de la importancia del trabajo para la mujer y su desarrollo personal.

Que “el trabajo dignifica al hombre” es una de aquellas frases cuyo valor y verdad no se ven alteradas ni por su repetición ni por el paso del tiempo, en efecto, probablemente podamos concordar en una extensa lista de beneficios que el trabajo aporta al ser humano, más allá del evidente como fuente de ingresos para solventar la vida. Sin embargo, para las mujeres el trabajo es mucho más, para las mujeres el trabajo remunerado significa dignidad, autovalía y el reconocimiento de terceros, pero, también significa libertad, un pasaje al mundo, a un mundo mucho más amplio que aquel que tradicionalmente se nos ha asignado “en razón de nuestro sexo” y en el que tantas mujeres han caído sin intervención alguna de su propia voluntad, sin que nadie, ni ellas mismas, les preguntara o se preguntaran, si eso es lo que querían para sus vidas, simplemente porque es lo que la sociedad esperaba de ellas.

El trabajo nos permite salir de nuestros hogares y nos abre la puerta a espacios que no nos son impuestos por otros, sino buscados, afanosamente perseguidos por cada una de nosotras, nos permite conocer otras personas y realidades, confrontar nuestras ideas y creencias con otras, desarrollar nuestra creatividad, nuestro intelecto y todas aquellas habilidades con que cada una cuenta, siempre con la esperanza de ser nuestras propias dueñas, de ser nosotras quienes decidamos nuestro futuro. Por cierto, que el trabajo remunerado también nos da independencia económica, cuestión fundamental ya que nos sitúa en una posición privilegiada para decidir sobre nuestra propia vida, una mujer que es capaz de solventar su propias necesidades es libre de decidir si quiere formar familia, en qué términos quiere hacerlo, determinar cuándo quiere hacerlo y decidir también cuando ya no está en condiciones de mantener esa situación, también es libre de emprender proyectos propios, estudios, viajes, etc. El acceso al trabajo nos permite salir de las obligaciones y roles impuestos a nuestro género, pensar en qué queremos para nosotras y diseñar nuestras propias vidas, de ahí entonces que la lucha por el acceso de la mujer al trabajo en condiciones dignas y equitativas no puede cejar.

Para la mujer el trabajo remunerado bien puede ser su cuarto propio, sin embargo, ello no debe llevarnos a la idea equivocada de que las mujeres trabajadoras somos afortunadas, en el sentido que hemos gozado de la suerte de poder trabajar en una actividad que nos resulte más o menos satisfactoria. Las mujeres trabajadoras no somos mujeres con suerte, somos sobrevivientes o, como escribía hace unos días el profesor Carlos Peña a propósito del debate sobre el aborto, somos heroínas.

Para llegar a esa conclusión no hace falta ir hacia atrás y pensar en aquellas valientes mujeres que arriesgaron todo, incluso sus vidas, para que nosotras hoy podamos realizar acciones que nos pueden parecen tan ordinarias como votar, ir al colegio, a la universidad, trabajar, dirigir empresas o, incluso, el destino de un país, sino que basta con mirar a nuestro alrededor y notar todo lo que hemos debido superar para llegar nuestra situación actual.

Primero, para llegar a ser una mujer trabajadora, debemos estar vivas y ya ello supone que hemos logrado atravesar exitosamente el trance que significa caminar desde algún paradero de locomoción colectiva hasta nuestras casas o conducir un auto o salir de vacaciones, sin compañía masculina, cuestiones que todas hemos sobrevivido pese al evidente riesgo que, por estos días, parece importar ser mujer. En esta cuestión tal vez podamos reconocer la intervención de la suerte, ya que hemos tenido la suerte de no cruzar nuestros caminos con uno de esos hombres que, al parecer, no pueden evitar imponerse por la fuerza frente a una mujer que no le reconoce superioridad y que no está dispuesta a subordinar su voluntad a los deseos de aquel; también, por cierto, hemos tenido la suerte de no ser una de aquellas mujeres cuyos nombres figuran en aquellas listas en que año a año se registran y enumerar los femicidios, volviendo a sus víctimas en cifras anónimas.

En segundo lugar, para ser mujeres trabajadoras debemos haber tenido la posibilidad de recibir alguna formación y salir de nuestras casas. Todas las presentes, en mayor o menor medida, crecimos en hogares en los que nuestros padres nos instaron a estudiar, realidad distinta de la de miles de niñas en el mundo que a diario deben desertar de la educación, escolar o superior, para dedicarse a la crianza de niños, sean hijos o hermanos, o al cuidado de padres o abuelos mayores. Asimismo, para las que fuimos madres antes de lo planificado, logramos contar con redes de apoyo que nos permitieron compatibilizar la maternidad con los estudios, sean redes familiares o servicios como sala cunas, los que tampoco hoy son una realidad para todas las madres estudiantes de este país. Nuestras Universidades aún no cuentan, ni están obligadas a contar, con servicios de sala cuna y jardines infantiles para sus estudiantes que son padres o madres, y que decir de aquellas adolescentes que son madres aún en edad escolar y que no sólo deben cargar con la falta de apoyo, sino además con las culpas y reproches de una sociedad que aún no se atreve a hablar de manera fuerte y clara de anticoncepción, y que obliga a toda mujer que se embaraza a llevar a término esa gestación, sin importar su edad ni condición.

Luego, supuesto que hayamos logrado obtener una profesión u oficio, y que hemos logrado sobrevivir a los riesgos que parecen desprenderse de la condición de mujer, debemos enfrentarnos al mundo del trabajo, donde otra vez, debemos luchar contra los prejuicios y la violencia. Violencia que muchas mujeres advierten ya desde las entrevistas de trabajo, cuando se les pregunta sobre su planificación familiar o cuando, peor aún y sin ninguna vergüenza, el empleador pretende inmiscuirse en la privacidad de su cuerpo y preguntarle sobre sus métodos de anticoncepción; o cuando la oferta de empleo se sujeta a alguna oferta de tipo sexual; o cuando constatamos que en muchos empleos el monto de la remuneración depende del género del trabajador, pese a contar incluso con una norma, profundamente ineficaz, que establece el principio de igualdad de remuneraciones entre hombres y mujeres; o cuando vemos como las promociones y ascensos favorecen principalmente a hombres, en muchos casos, sin más razón aparente que su solo género; también debemos lidiar con prejuicios que llevan a que aún haya quienes prefieran contratar hombres porque son más capaces o se comprometen más con el trabajo o, simplemente, porque contratar mujeres es más caro, debido a los costos de la maternidad, sin considerar, por cierto, los costos que suponen las ausencias por enfermedad u otros motivos de los hombres o los costos que aquellos generan por concepto de accidentes del trabajo, por ejemplo, y sin avaluar tampoco los beneficios que derivan del compromiso con que abordará sus tareas, una mujer a quien se le han respetado sus derechos laborales, durante un tiempo que seguramente excederá con creces a la duración de los permisos maternales.

La familia, que no sólo está conformada por mujeres, sigue siendo un obstáculo para el desarrollo profesional de muchas mujeres, que no pueden acceder a becas de formación en el extranjero, por ejemplo, porque quién se hace cargo de sus hijos; o que no pueden ir a otras ciudades o países en busca de mejores oportunidades, porque sus maridos no están dispuestos a seguirlas; o que no pueden optar a cargos directivos porque las reuniones se hacen fuera del horario de trabajo. Sin ir más lejos, en el mundo del Derecho, se han realizado numerosos estudios que demuestra cómo, pese a la gran cantidad de mujeres que se titulan de abogadas a diario, en igual o mayor proporción que sus pares hombres, las socias de estudios jurídicos son una absoluta minoría, y la razón de aquello, según relatan las propias afectadas en las entrevistas que suelen acompañar a tales estudios, es que llegado cierto punto no les ha quedado más que optar entre sus familias y sus trabajos, porque pese a haber roto todas las barreras que se les impusieron, pese a haber demostrado que podían hacer su trabajo tan bien como un hombre y a haber convenido de aquello a los encargados de decidir su nombramiento en determinado cargo, llega un momento en que la intensidad de la exigencia de tiempo que imponen los altos cargos en esos estudios o en otros sectores de la academia u otros, resulta simplemente imposible de compatibilizar con la vida familiar. Y, esas dificultades para compatibilizar ambos roles que pueden ser muy triste respecto de los cargos más altos, se vuelve una tragedia en el caso de las mujeres con ingresos más bajos, que no cuentan con los medios para contratar el cuidado de sus hijos mientras están en el trabajo y que muchas veces deben dejar a sus hijos solos para ir a trabajar, o deben llevarlos consigo privándolos de tener una infancia adecuada, o que pierden sus trabajos porque se quedaron en su casa cuidando a un hijo enfermo. Y es así como, la realidad biológica, que la mujer no ha elegido y de la cual tampoco puede escapar, afecta todo nuestro paso por el mundo y, por cierto, que también nuestras posibilidades de acceder y mantener un trabajo.

Y es que, claro, el derecho al trabajo por el que pelearon nuestras madres y abuelas, también se ha vuelto una trampa, que nos consume y desgasta, la trampa de la doble jornada, que nos impone el correr entre el trabajo remunerado y el no remunerado, porque, no nos engañemos, el patriarcado y el machismo no se han ido, está ahí, siempre presente, y si bien nos ha permitido entrar al mundo tradicionalmente masculino del trabajo, lo ha hecho a condición de que no descuidemos nuestros deberes domésticos. Una mujer puede ser todo lo profesionalmente exitosa que podamos imaginar, pero, si sus hijos están sucios, tienen malos resultados académicos o no tienen una conducta acorde con el rango de su exitosa madre, entonces de inmediato, todos los logros de esa mujer se vuelven invisibles y se posa sobre la mujer la palabra fracaso, y no se trata de cualquier fracaso, sino uno de la mayor gravedad, porque no se refiere a aquellas obligaciones que la mujer gustosamente aceptó, sino aquellas que, a la vista de la sociedad, constituían sus obligaciones primeras y más básicas.

Y entonces, ¿está acaso perdida la batalla?, ¿tendremos que contentarnos sólo con un rol en la segunda línea del mundo del trabajo?, único al que podemos acceder con el escaso tiempo que nos dejan nuestras obligaciones familiares, ¿tendremos que acostumbrarnos a vivir en el escaso tiempo que nos resta entra entre nuestras oficinas y el supermercado, a soñar mientras nos cambiamos el uniforme por un delantal de cocina?, o ¿tendremos que renunciar a nuestra propia individualidad y transformarnos en hombres para lograr participar efectivamente de un mundo hecho a la medida de sus intereses y necesidades?.

Nosotros creemos que no, queremos creer que hay mucho por hacer y que no estamos solas en ese objetivo, que hay hombres y mujeres comprometidos con un mundo más justo, partiendo desde el hogar. Pues es, precisamente en el hogar, donde primero debemos buscar la solución a muchos de estos problemas, no podemos pretender transformar a las mujeres en súper héroes, capaces de manejar carreras exitosas y casas impecables, ni las mujeres debemos seguir intentando ajustarnos a ese estándar imposible, lo que debemos buscar es una división más equitativa de las obligaciones familiares entre hombres y mujeres, y la proyección de aquello en el trabajo remunerado.

Por ejemplo, efectivamente hay quienes creen, con poca evidencia a nuestro entender, que es caro contratar mujeres debido a la maternidad, pues bien, ¿no contribuiría entonces a una mayor paridad en la distribución en los puestos de trabajo y en las remuneraciones, el que los hombres también tuvieran un permiso de paternidad real, no sólo cinco días, sino que varias semanas durante las cuales pudieran, no ayudar a la madre, sino que hacer su parte en la crianza de ese hijo que también es suyo?; ¿no contribuiría también con aquello el que las licencias por enfermedad de hijo menor de un año pudieran ser extendidas a nombre del padre o madre?, porque, salvo que la madre sea médico, no hay ninguna garantía de que su presencia vaya a contribuir de mejor modo que la del padre en la recuperación del hijo. Cuanto mejoraría la situación de mujeres en directorios u otros cargos de importancia, si los hombres también sintieran la necesidad de llegar a sus casas a pasar un tiempo con su familia cada tarde y organizaran las reuniones y otras actividades de toma de decisiones dentro de la jornada regular de trabajo.

La importancia, productividad y beneficios sociales del trabajo de la mujer deben ser reconocidos como tales. En una sociedad donde el trabajo de la mujer ya no es un accidente, ya no se trata del mero reemplazo a la ausencia del hombre, como pudo ocurrir en los períodos de guerras u otros, parece ser hora de ajustar nuestra normativa y práctica laboral a los requerimientos de un mundo donde las trabajadoras no deban, necesariamente, para poder acometer su propósito con éxito, convertirse en trabajadores, ni conformarse con acomodarse en aquellas labores más similares a las tareas del hogar, sino que debemos apuntar a un mundo donde las trabajadoras, que tanto necesitan del trabajo para su propio desarrollo, puedan acceder a empleos que no las obliguen a elegir entre su desarrollo profesional y familiar, empleos que les permitan desarrollar todas sus capacidades, con igualdad de condiciones y oportunidades, sin importar que se trate de tareas que tradicionalmente no han sido realizadas por mujeres, y en que, en definitiva, la medida del trabajo bien logrado deje de ser el hacerlo “como lo haría un hombre”.

* Alocución presentada en la Conmemoración del Día Internacional de la Mujer, efectuada por Magistradas Chilenas, el día 07 de Marzo de 2016, en el Segundo Juzgado del Trabajo de Santiago.

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[1] Jueza del Segundo de Letras del Trabajo de Santiago, Magister en Derecho del Trabajo, Profesora del Derecho del Trabajo y la Seguridad Social, Directora de Magistradas Chilenas.